A  M  O  R

Pista de Despegue

  • En su propia estructura de hombre, en su ser, toda persona trasluce su radical ansia de amor personal que si es observada con observación inteligente y atenta produce siempre asombro porque remite al propio ser y al propio amor de Dios.
  • Amar es ver las personas, los acontecimientos y las cosas desde la perspectiva de Dios.
  • Con un «ti mismo» averiado no se puede amar.
  • Dejarte querer es más que querer. Querer de veras es una respuesta: «Él nos amó primero».
  • A veces, los limpios de corazón no son limpios de intención y se entretienen paternalizando la ocasión: amonestan sin amar.
  • En la experiencia del amor uno sabe que ahí es donde «es más» y donde «es mejor».
  • Para explicitar el amor, el camino es la amistad.
  • Unicamente se puede conocer en plenitud lo que de veras se ama.
  • Todos necesitamos crecer (desarrollarnos) en el amor, el trabajo y la diversión.

Ponencia Nº 3

«¡El hombre es amado por Dios! Éste es el simplicísimo y desconcertante anuncio que la Iglesia debe comunicar al hombre. La palabra y la vida de cada cristiano pueden y deben hacer resonar este anuncio: Dios te ama, Cristo ha venido por ti, por ti Cristo es camino, verdad y vida (Juan, 14, 6)» (Christifideles Laici, 34).

Precisamente para dar este anuncio, en cada Cursillo entran en acción la palabra y la vida de cada miembro del equipo dirigente: Palabra y vivencia, anuncio del kerygma y experiencia vivida del mismo, proclamación y testimonio … Después de cincuenta años de Cursillos, estamos convencidos de que lo que logra convencer es, sobretodo, la experiencia vivida del kerygma relativa a aquellos contenidos que responden especialmente a las exigencias profundas del corazón humano: ¡Dios te ama, Cristo ha venido por ti! ¡Dios me ama, Cristo ha venido por mí!

Para anunciar y dar testimonio de la respuesta de Dios a las exigencias más profundas del corazón humano, será preciso, pues, conocer y experimentar la respuesta de Dios a las exigencias más profundas de nuestro corazón.

Ahora bien, en nuestra estructura de criaturas humanas se encuentra arraigada una fuerte necesidad de ser amados con un amor «personal». Experimentamos un deseo radical de «intimidad», el ansia de ser amados con un amor «tiernísimo» e «ininterrumpido» en sus expresiones, como el que Dios ofreció a Moisés cuando le hablaba «boca a boca» (Núm. 12, 8) y se comunicaba con él «cara a cara» como se habla a un amigo. (Ex. 33, 11; Deut. 34, 10). Experimentamos un deseo radical de «intimidad» como la que Yahveh concedió a su pueblo cuando se le manifestó en los ojos, como dice el texto hebraico. Sentimos una fuerte necesidad de ser perdonados sin que se nos impongan multas fiscales por nuestras prostituciones, y de sentirnos abrazados de nuevo por el «Esposo», besados y besados allí donde se dan las expresiones de amor; en el cuello, en las mejillas, en los labios …

Yo soy un sacerdote religioso, vivo en celibato consagrado, lo espero por lo menos, pero no he renunciado al amor, vivo el celibato como un noviazgo devolviendo la experiencia con ternura.

¡Pues bien! Precisamente para responder a esta estructura «nupcial» nuestra, el Hijo de Dios ha dejado al Padre para venir a «juntarse» con nosotros, es decir, a formar un solo Cuerpo con nosotros (Ef. 5, 31-32).

Se trata de una «intimidad»:

Que se nos ha ofrecido en la «Encarnación» (se metió en nuestra piel).

Que nos ha sido garantizada al presentarse como «Esposo» (Mc. 2, 19; Mt. 22, 2; Juan 3, 29; Mt. 25, 6), Cristo se presenta a la mujer que había tenido cinco maridos, se presentó como esposo.

Y que nos ha sido dada de forma «personal» en la Eucaristía que lo hace «juntarse» con cada uno de nosotros como «neghed» (el correspondiente perfecto) nupcial; el cuerpo es para el Señor y el Señor para el cuerpo.

¿Y si sobre nuestra historia personal pesara la hipoteca de la infidelidad o de la apostasía?

¡Pues bien! La «gozosa noticia» es exactamente ésta: Dios ama también a quien es culpable de «adulterio» (Os. 3, 1; cf. Rom.5, 8) y de «prostitución» (Lc. 15, 30). Y el banquete de fiesta se celebra precisamente para festejar el retorno a casa del hijo pródigo.

Y la Eucaristía es este banquete (Lc. 15, 23.27.30 – thysate, éthysen, éthysas):

Ha sido dispuesto para la tarde por el «amor» (Juan 13, 1).

Caracterizado por la «intimidad» otorgada al discípulo recostado sobre el pecho del Señor (Juan 13, 23; 21, 20),

Constituido por el Pan y el Vino con el que el «Esposo» nutre y da calor a los «miembros de la «esposa», la Iglesia su Cuerpo (Ef.5, 29-30).

Es así como Jesús ha querido interpretar el espíritu «nupcial» del Dios de la Antigua Alianza (Os. 2, 21-22; Ez. 16,8..60; Is. 54, 5 ss; 62, 4-5).

El ágape de Dios, en efecto, nos ha llegado con el «envío» del Hijo (1Juan 4, 10) y con el «don» del Espíritu Santo (Rom. 5, 5). Y se trata de un ágape que no sólo nos atañe «personalmente» sino que nos hace, también a nosotros, capaces de «ágape» hacia los hermanos (1 Juan 4, 19), nos hace idóneos para «juntarnos» con ellos como miembros que forman un solo Cuerpo (unum Corpus et unus Spiritus, Ef. 4, 4) entre ellos y con el «Esposo» Jesucristo:

«Al comunicar su Espíritu, el Hijo de Dios constituye místicamente como Cuerpo suyo a sus hermanos en un solo Espíritu. En efecto, hemos sido todos bautizados en un solo Cuerpo (1 Cor. 12, 13)….. Ya que el Pan es uno, también siendo muchos nosotros somos un solo Cuerpo! Pues todos participamos de un único Pan (1 Cor. 10, 17)… El mismo Espíritu, unificando el Cuerpo, suscita y promueve el ágape entre los fieles…Cristo ama a la Iglesia como a su esposa y la llena de dones divinos, siendo ella su Cuerpo y su plenitud (neghed)!

Esta «nupcialidad» de Cristo es celebrada por todos los miembros en el ágape (Ef. 4, 2.15): El Espíritu del Hijo (Gal. 4, 6) nos implica en su ágape hacia el Padre animándonos a llamarlo «Abba!».

El Espíritu del Padre (1 Cor. 12, 3) nos implica en su ágape hacia el Hijo (Juan 17, 26) animándonos a proclamarlo «Kyrios!».

«El mismo Espíritu, unificando el Cuerpo, suscita y promueve el ágape entre los fieles» (Lumen Gentium, 7).

Conociendo bien nuestra estructura de criaturas humanas, en la que arraiga nuestra fuerte necesidad de ser amados con un amor «personal», Jesús ha resumido toda la Ley Antigua en «su» precepto: «que os améis los unos a los otros como Yo os he amado» (Juan 15, 12; 1 Juan 3, 16), mejor, como el Padre os ha amado (1 Juan 4, 11).

Y a fin de que lo podamos hacer, Dios nos ama primero (1 Juan 4, 19) y nos da la potencia de su Espíritu (Gal. 5, 22s), injertándonos como sarmientos en la vid (Juan 15, 5).

En efecto, la trayectoria del ágape para que llegue a su «plenitud» debe prolongarse en nuestro amor a los hermanos (1 Juan 4, 12): tiene su comienzo en el Padre que ama al Hijo dándole el Espíritu sin medida (Juan 3, 34-35) se expresa sobretodo en la muerte del Hijo (Rom. 5, 8; 1 Juan 3, 16) en su dimensión «eclesial» (Ef. 5, 25 ), «comunitaria» (Ef. 5, 2) y «personal» (Gal. 2, 20), se derrama en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rom. 5, 5) y debe desarrollarse en nuestro amor hacia los hermanos (1 Juan 3, 16 y 4, 11).

Debe desarrollarse, en primer lugar, entre los miembros de una misma familia: pues la familia se encuentra «en el centro del gran combate entre el amor y cuanto se opone al amor» (Juan Pablo II, Carta a las Familias, 23).

Debe desarrollarse en todo nuestro compromiso apostólico, porque para «apacentar» el rebaño del Señor hace falta ararlo (Juan 21, 15.16.17) y amar a cada una de las personas, a cada una de las ovejas (Juan 10, 3.11.15).

Nuestro Precursillo, Cursillo y Postcursillo deberán, pues, ser expresiones del ágape y sólo del ágape, teniendo presentes todas las expresiones formuladas por Pablo en su gran himno a la caridad (1Cor. 13,4-7)

Y el ágape será así nuestra «pascua» de la muerte a la vida (1 Juan 3, 14).

Desgraciadamente el tiempo en que vivimos nos condiciona tanto a la hora de disfrutar como a la hora de transmitir el ágape que Dios ha derramado en nuestros corazones, mediante el Espíritu Santo que nos ha sido dado.

En el tiempo nosotros no estamos estructurados para llevar a cabo la experiencia del ágape de Dios en su infinidad (Ex. 33.20): hace falta una ulterior «semejanza» con Él, que por el momento es todavía una meta futura (1 Juan 3, 2).

En el tiempo podemos disfrutar sólo de alguna migaja del ágape divino que nos llega mediatizado por las criaturas limitadas por su finitud y su pecado (Is. 49, 15). Desgraciadamente, la soledad aquí en la tierra es inevitable: «Mi padre y mi madre me han abandonado», se lamentaba el salmista, pero enseguida añadía en la esperanza: «pero el Señor me recogerá» (Salmo 27, 10).

Sólo el ágape de Dios en la eternidad cuando Él se nos dará de forma desvelada (1 Juan 3, 1-2) responderá a todas nuestras exigencias de «intimidad» personal, de «ternura» continuada y de «nupcialidad» radical.

La muerte resulta así transfigurada, porque ella nos dejará en el tálamo de Dios – Esposo, en el tálamo de Cristo – Esposo, en el tálamo del Espíritu – Amor (Amor del Padre y del Hijo, cf. Rom. 5, 5-8; Gal. 4, 6)

Esta vida terrena nos ha sido dada como «camino» para recorrer en el ágape (Ef. a5,2), como entreno para la «persecución» del ágape (1 Cor. 14, 1):

– Viendo y tratando a las personas como «iconos» de Dios y de Cristo (Gen. 1, 26s; Rom. 8, 29) mirando los acontecimientos y las cosas desde el punto de vista de Dios que lo coordina todo de cara al bien de quienes lo aman (Rom. 8, 28) y son llamados a desarrollarse según su divino proyecto (preconocidos, predestinados, llamados, justificados, glorificados).

– «Dejándonos alcanzar» por Cristo como ha hecho Pablo (Filip. 3, 12) porque es una disponibilidad mayor que el mismo alcanzar (Hechos 22, 10) pero también «alcanzando» para responder a Aquél que nos amó primero (1 Juan 4, 10.19).

– Abriendo nuestro corazón a quien se encuentra necesitado porque en un «tu mismo» cerrado y averiado no puede hallarse el ágape de Dios (1 Juan 3, 17).

– Evitando, sin embargo, cualquier paternalismo rico en consejos, pero pobre en amor, es decir, bajando de la cátedra y poniéndonos todos a un mismo nivel de «discípulos» del Señor y de «hermanos» entre nosotros, sin atribuirnos el papel de líderes (Mt. 23, 88-10), limpios de corazón y de intención: movidos por el ágape y promoviendo ágape, incluso cuando debiéramos afrontar situaciones conflictivas o desviadas (2 Cor. 2, 4.8 ; 1 Tim. 1, 3-5).

– Conscientes de que en el Cuerpo místico somos «más» productivos y «mejores» miembros por ágape que por el don de lenguas, de profecía, de fe y de la misma distribución de bienes, que podrá ser un motivo de vanagloria, como podrá serlo también un martirio «heroico» (1 Cor. 13, 1-3).

– Desarrollando nuestro ágape al practicar la «amistad» según el ejemplo de nuestro Salvador (Juan 15, 13.15).

– Pero construyendo la amistad sobre la base de una transparencia mutua, sólo posible para unas personas que, amándose de verdad (2 Tim. 1, 3-4), llegan a un mutuo conocimiento «pleno» y sin velos (como Timoteo era isópsychos con Pablo, Filip. 2, 20, cf. 1 Cor. 4, 17).

«Todos en el fondo están convencidos de que para hacer apostolado hace falta unirse a otras personas que tengan iguales sentimientos. He ahí por qué la amistad, entendida como forma de hacer el bien, puede ser un apostolado selectísimo. La amistad, como apostolado, nos la recomendamos como método, como adiestramiento e, incluso, como interpretación auténtica de la caridad efusiva» (Pablo VI, Audiencia General del 7 de Febrero de 1968).

– He ahí, por tanto, las decisiones que hay que tomar: ejercitarse en la amistad a lo largo del «cuarto día» creciendo en aquel ágape dentro del cual nos desarrollamos en un cuerpo bien articulado y convergente, gracias a la contribución de cada enlace que corresponde a la función bien definida de cada uno de los miembros (Ef. 4, 16 ).

Y esta convergencia de carismas la debemos promover en la familia, en el puesto de trabajo e incluso en el ambiente recreativo, donde sea nos encontremos viviendo y actuando.

Será precisamente el adiestramiento en la «amistad» lo que nos hará aglutinadores y lo que dará estabilidad a nuestros «grupos» (cf. Ideas fundamentales del MCC, n.n. 432s (48s). 490 (480). 470. 472 (460.462), de cara a la fermentación cristiana de los ambientes (cf. Ideas fundamentales, n.n. 177.182) y a la promoción de vida comunitaria incluso en los ámbitos de nuestra vida de trabajo (Juan Pablo II, Laborem Exercens, n.n. 14,20).

P. Alfredo Carminatti

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