En el Evangelio de hoy (cfr. Lc 9,51-62) San Lucas da inicio al relato del último viaje de Jesús a Jerusalén, que culminará en el capítulo 19. Es una larga marcha no solo geográfica y espacial, sino espiritual y teológica hacia el cumplimiento de la misión del Mesías. La decisión de Jesús es radical y total, y cuantos le siguen están llamados a medirse por ella. El Evangelista nos presenta hoy tres personajes –tres casos de vocación, podríamos decir– que aclaran cuánto se pide a quien quiera seguir a Jesús a fondo, totalmente.
El primer personaje le promete: «Te seguiré adonde quiera que vayas» (v. 57). ¡Generoso! Pero Jesús responde que el Hijo del hombre, a diferencia de las zorras que tienen sus madrigueras y los pájaros que tienen sus nidos, «no tiene dónde reclinar la cabeza» (v. 58). La pobreza absoluta de Jesús. Jesús, de hecho, dejó la casa paterna y renunció a toda seguridad para anunciar el Reino de Dios a las ovejas perdidas de su pueblo. Así Jesús nos indica a sus discípulos que nuestra misión en el mundo no puede ser estática, sino itinerante. El cristiano es un itinerante. La Iglesia por naturaleza está en movimiento, no se queda sedentaria y tranquila en su recinto. Está abierta a los más vastos horizontes, enviada –¡la Iglesia es enviada!– a llevar el Evangelio por las calles y llegar a las periferias humanas y existenciales. Ese es el primer personaje.
El segundo personaje que Jesús encuentra recibe directamente de Él la llamada, pero responde: «Señor, déjame primero ir a enterrar a mi padre» (v. 59). Es una petición legítima, fundada en el mandamiento de honrar al padre y a la madre (cfr. Ex 20,12). Sin embargo Jesús replica: «Deja que los muertos entierren a sus muertos» (v. 60). Con estas palabras, claramente provocativas, pretende afirmar el primado del seguimiento y del anuncio del Reino de Dios, incluso sobre las realidades más importantes, como la familia. La urgencia de comunicar el Evangelio, que rompe la cadena de la muerte e inaugura la vida eterna, no admite retrasos, sino que requiere prontitud y disponibilidad. Así pues, la Iglesia es itinerante, y aquí la Iglesia es decidida, actúa de prisa, al momento, sin esperar.
El tercer personaje quiere también seguir a Jesús pero con una condición: lo hará después de ir a despedirse de sus parientes. Y este oye decir al Maestro: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás vale para el reino de Dios» (v. 62). Seguir a Jesús excluye lamentos y miradas atrás, requiere la virtud de la decisión.
La Iglesia, para seguir a Jesús, es itinerante, actúa en seguida, de prisa, y decidida. El valor de estas condiciones puestas por Jesús –vida itinerante, prontitud y decisión– no está en una serie de “noes” dichos a cosas buenas e importantes de la vida. El acento, más bien, se pone en el objetivo principal: ¡ser discípulo de Cristo! Una elección libre y consciente, hecha por amor, para corresponder a la gracia inestimable de Dios, y no hecha como un modo de promoverse a uno mismo. ¡Es triste esto! Ay de los que piensan seguir a Jesús para subir, para hacer carrera, para sentirse importantes o conseguir un puesto de prestigio. Jesús nos quiere apasionados de Él y del Evangelio. Una pasión del corazón que se traduce en gestos concretos de proximidad, de cercanía a los hermanos más necesitados de acogida y de atención. Justo como Él mismo vivió.
Que la Virgen María, imagen de la Iglesia en camino, nos ayude a seguir con alegría al Señor Jesús y a anunciar a los hermanos, con renovado amor, la Buena Noticia de la salvación.
Ángelus. Domingo, 30 de junio de 2019